Pacto de sangre que todos
hicieron y desconocen
Texto integrante del libro ‘Devastação’ (2020)
Los primeros millenials experimentaron la transición a la sociedad digital — la vida adulta de mi generación comenzó justo antes de los movimientos occupy. En ese momento, a mediados de la década de 2000, parecía consolidarse una promesa revolucionaria para el futuro de internet. Infinidad de nuevas aplicaciones desafiaron y destruyeron industrias cada semana. Mi generación compró la narrativa de la contracultura californiana de que las conexiones generadas por la red y las relaciones humanas que allí se desarrollaban generarían un pulso de vida alternativo independiente de la economía neoliberal. No quedaría nada. Vivimos la semilla de una nueva sociedad basada en el común compartido. La «utopía de internet».
La fe en la revolución se extendió. Gérmenes futuros.
El postobrerismo italiano, principalmente en la figura de Toni Negri, intentó dar cuenta de las nuevas naturalezas del trabajo y de una nueva clase obrera emergente, el cognitariado. Gente que vendía su trabajo intelectual a cambio de un poder revolucionario latente. La «multitud», y ya no la masa de la era de la televisión, era el cuerpo político en formación con la promesa de crear mundo a partir de la diversidad de subjetividades conectadas. Autonomismo, bienes comunes digitales distribuidos y vínculos afectivos. Fue nuestro por qué.
El movimiento del software libre fue más allá de la ingeniería informática para forjar una cosmovisión hacker. La cultura libre parecía un nuevo espíritu de la época. Saber construir aplicaciones digitales, conocimiento que ya contenía el compartir las nuevas tecnologías, significaba algo así como detener los medios de producción. Figuras como Linus Torvalds y las infinitas comunidades sin rostro basadas en la colaboración y la apertura prometieron que el futuro sería como la multitud, las comunidades, los colectivos querían. Nosotras. El código abierto y el torrent serían las herramientas. Fue nuestro cómo.
Y luego ocupamos las calles. Convulsiones aparentemente imparables en un paréntesis de solo dos años: la Primavera Árabe en Egipto, Occupy Wall Street en Nueva York, el 15M español, la Catedral de Saint Paul en Londres, el Parque Gezi turco, las Jornadas de Junho en Brasil y muchos otros que no me han afectado tan de cerca. Hubo un sinfín más. La multitud sin liderazgo protestó contra todo lo «viejo» y abrió la posibilidad de una democracia directa. Figuras como David Harvey vieron en estas ciudades rebeldes la realización de las relaciones que posibilitó lo digital. Distribución de poder en la década de 2010. Fue nuestro cuándo.
Yo lo creí todo. En 2020, ya parece aterradoramente pasado.
Nuestro por qué, cómo y cuándo no se sustentan frente a la realidad. Parecen fantasías. Lo común se ha enclaustrado en aplicaciones digitales comerciales. El software libre ha disminuido como práctica y como deseo. La narrativa de la ocupación de las calles ya no es una estética libertaria.
¿Ingenuidad millenial?
A comienzos de la década de 2020, internet está casi toda controlada por algunas compañías, la mayoría ubicada en Silicon Valley, en la bahía de San Francisco — Facebook y Google juntos representan el 37% del tráfico diario en la red. Las que no son Big Tech, lo desean ser. Siguen la misma cartilla de negocios oligopólicos, colonizadores y extractivistas.
A comienzos de la década de 2020, una nueva ronda de encierro de los bienes comunes ha hecho desaparecer el modelo original descentralizado, horizontal y abierto de internet. Todas las industrias creativas han logrado encontrar modelos de negocio que garantizan la propiedad y comercialización de las creaciones humanas como siempre lo han hecho, y esta vez con un nivel aún más profundo de precarización. El cognitariado ha perdido su potencia. Se ha uberizado.
A comienzos de la década de 2020, algoritmos, big data, machine learning, inteligencia artificial y cualquier otra expresión de moda han sobrepasado modelos de desarrollo basados en el uso libre y en el acceso público e universal. La arquitectura de la mayoría de los productos digitales está optimizada para la adicción y la monetización. Las personas siguen siendo cosificadas en formato usuarios. Confundimos la dopamina de los likes con influencia en el tejido social.
¿Podríamos haber hecho algo distinto? ¿Autocrítica sirve de algo a esta altura?
La crisis del digital llevó a fenómenos electorales de difícil comprensión. Una crisis de la democracia. Convulsiones aparentemente imparables en un paréntesis de solo dos años: Donald Trump en EUA, el Brexit en UK, Bolsonaro en Brasil, Modi en India, Erdoğan en Turquía, Duterte en las Filipinas, y muchos otros que no me han afectado tan de cerca. Hay un sinfín más. En común, esos líderes tienen el autoritarismo y la desinformación como motor de sus plataformas políticas, hacen un uso avanzado y experto de los recursos viles disponibles en las aplicaciones difundidas hoy en los más de 5 mil millones de teléfonos inteligentes activos en el mundo.
A oposición de lo esperado, el capitalismo de plataforma, modelo hegemónico de digitalización de los espacios informacionales, ayuda a propagar una cosmovisión tubular, solucionista, neoliberal y conspirativa. La tierra plana. El virus chino. Los anti-vacuna. El nazismo que nunca existió. La mamadeira de piroca. Las reglas, diseños, idiomas, culturas y sistemas de creencias de los productos (normalmente gratuitos) creados por Facebook, Google, Amazon, Apple, Netflix, Twitter, LinkedIn — entre tantos otros, incluidos sus competidores asiáticos Line e TikTok y el ruso Telegram — han acelerado la jornada de la humanidad rumbo a una era del absurdo, del disparate, de la necedad, de la falta de inteligencia.
De gente cuyo grito de guerra es «¡Whatsapp! ¡Whatsapp! ¡Facebook! ¡Facebook!»
Nosotros contra ellos. ¿Es posible buscar una ecuación distinta?
El malestar con el video grabado el día de la investidura de Bolsonaro me ha habitado desde que lo vi por primera vez. Inmediatamente después de la nochevieja de 2018, circuló durante uno o dos días en las timelines y llegó a tener su lugar en la prensa bajo un enfoque exótico, «mira qué curiosos son los gritos contra la Globo». Veo más que eso. Veo la materialización de un discurso tecno-apocalíptico, prueba de que las redes digitales pueden usarse activamente para influir en los resultados electorales — como se ha discutido mucho desde el escándalo de Cambridge Analytica.
Mi interés artístico gira en torno al tecnocapitalismo y las relaciones entre medios, tecnología y poder. De ahí que estos gritos hayan resonado tanto. Lo descargué y comencé a manipularlo de mil maneras. Llegué a concebir tres o cuatro obras diferentes — instalaciones, intervenciones, esculturas — nunca realizadas. Hasta que extraje en imágenes cada uno de los 751 frames que componen los 25 segundos, y comencé a manipularlos de mil formas más.
Devastação comenzó a tomar su forma de publicación impresa en este momento, aunque me di cuenta solo mucho después. Corrompí la naturaleza audiovisual en imagen estática. Fuera de la red, el video adquirió una existencia «tangible». Se convirtió en una colección de imágenes con varias posibilidades narrativas. El primer bloque del ensayo, 25 Segundos, es el resultado de este trabajo.
A medida que continuaba la labor de deconstrucción del video, ramas de otras obras comenzaron a dialogar.
En un momento, me di cuenta de que la concentración de poder alrededor de las Big Tech podría articularse en la misma narrativa. Partir de los gritos brasileños para exponer cómo funciona realmente Silicon Valley y qué hay detrás de la superficialidad de internet tal y como la vemos manifestada.
Desde 2012, mi principal actividad laboral ha estado vinculada al imaginario y prácticas de Silicon Valley — soy empleado de Change.org Foundation, un grupo de organizaciones sin ánimos de lucro que operan la plataforma de peticiones más grande del mundo. El propósito activista que me mueve a seguir dedicando la mayoría de las horas del día a este trabajo no anula el hecho de que esta es una organización creada bajo la cultura y lógica empresarial estadounidenses, y también que yo mismo integro la cadena como una fuerza de trabajo intelectual, tratando y liderando equipos ejecutivos en ingeniería, productos, comunicación y campañas. Soy el cognitariado global trabajando para el capital tecnológico made in California.
Fue en el contexto de Change.org que escuché la frase “we just need to make the board happy”, el título de uno de los bloques del trabajo. La cultura empresarial siliconiana, así como la lógica de inversión de todo el capital privado, prevé que cada trimestre el consejo directivo reciba un informe sobre las actividades de la empresa, que contiene un estado financiero, indicadores de desempeño, principales decisiones y proyectos para los próximos tres meses. Es una forma de «hold the CEO accountable». El board, en la práctica, encarna, diluye y borra la figura del jefe capitalista con sombrero de copa y puro muy difundida en los siglos XIX y XX. Es el actual jefe supremo. El tope de la carrera de un ejecutivo es la invitación a formar parte del comité directivo de otra organización, lo que aumenta su campo de influencia. Cada trimestre es necesario dejar contento al consejo, para que accionistas e inversores puedan, al final, reír también.
Comencé una investigación sobre los informes trimestrales, la información financiera, la arquitectura de influencia, los orígenes de cada miembro del consejo de las cuatro principales empresas de Silicon Valley — Google, Amazon, Facebook y Apple. Esta información es publicada por las propias empresas, siguiendo la cultura de transparencia imperativa en el ámbito de los dígitos binarios. Sin embargo, ser publicado no significa acceso fácil.
En general, los miembros de la junta son tipos orgullosos y siempre parecen satisfechos en sus imágenes disponibles online. Hay infinitas reproducciones de los mismos rostros millonarios mostrando amplias sonrisas. Retratos del objetivo final de cada aplicación o plataforma digital comercial lanzada al mercado: el beneficio de sus accionistas, inversores y comités de dirección. Que es internet al fin y al cabo.
El trabajo iniciado por Make the Board Happy allana el camino para ensayos relacionados y se ha convertido en el método de investigación en sí mismo. El impulso es «abrir el código» de estas corporaciones; en este sentido, Devastação rinde homenaje al open source y a la cultura libre. La recopilación e indexación de imágenes encontradas en internet se convirtió en la materia prima de cada ensayo, una práctica que se remonta a los inicios de la cultura del remix.
La práctica de buscar, investigar, saltar de un enlace a otro, probar otras formas de encontrar información y, en el camino, hacer asociaciones mentales (ya sean de textos o imágenes) está de alguna manera relacionada con las ideas situacionistas, surgidas en la década de 1950. Al igual que los centros comerciales y pasajes que sustituyeron la experiencia de deambular por la del consumo, la encapsulación de internet en aplicaciones ahoga de alguna manera el browsing, la navegación por internet. El browsing ha sido reemplazado por el scrolling: más elementos del mismo contenido en lugar de más contenido de muchos elementos. Rescatar el hiperlink original y practicar internet como medio de deambulación y deriva psicogeográfica es una forma de dotar al hipervínculo de su naturaleza misma. Los significados y narrativas de algunos bloques del ensayo siguieron esta lógica en su construcción, como es el caso de Pedra e Mar, que trata sobre la explotación del silicio en Brasil y la dependencia de internet de cables submarinos más largos que la propia Tierra.
El formato impreso de la obra también busca relacionarse con la navegación. Comencé a armar el ensayo visual como un libro lineal ordinario, con páginas en secuencia que conducían a un clímax. Pero cada información o elemento del libro está relacionado con varios conceptos al mismo tiempo, son constelaciones superpuestas. Cuando me deshice del lomo, cada bloque empezó a tener su propia existencia (aunque contenida bajo el mismo paraguas) y la posibilidad de manipulación. En la deriva, puedes saltar, parar o juntar las piezas como desees.
De esta forma, el universo editorial se ha convertido en un punto estético clave. Las publicaciones independientes y el imaginario de los fanzines, tan presentes en el universo activista y de los medios libres, inspiran los pliegues, las técnicas de impresión, los diferentes formatos de página y la precariedad por la que apuesta la obra. Las imágenes lumpenproletarias de baja resolución tomadas de internet, como objetos encontrados en la calle, son los signos manipulados en la construcción del discurso.
En el caso de uno de los bloques, Silicon Valley se transformó discursivamente en un país. Durante la investigación de las Big Tech, me encontré con balances anuales de cifras inimaginables, ganancias en una escala progresiva en los últimos años, una concentración de mercado que quizás se vea en industrias como la del petróleo y las finanzas. ¿Quién gobierna el mundo? La actividad de sumar los ingresos de Google, Amazon, Facebook y Apple como si fueran el PIB de un país reveló que estas cuatro personas jurídicas ubicadas en un territorio de 203 kilómetros cuadrados (la suma de las ciudades americanas Menlo Park, Palo Alto, Mountain View y Sunnyvale — el equivalente de las Islas Cook, una mancha olvidada en el mundo junto a Nueva Zelanda) tiene un poder económico que podría formar parte del G-20. En comparación con América Latina, ahora sería el tercer país más poderoso. Ingreso per cápita: $8,3 millones de dólares por día. Densidad: 1 persona por cada 1.200 kilómetros cuadrados. Esta población de 255 mil personas es lo que cada like alimenta.
Finalmente, esta obra no abandona la mirada desde el sur. Más concretamente Brasil, cuya identidad encarno, ahora en condición inmigrante. El grupo gritando «¡Whatsapp! ¡Whatsapp! ¡Facebook! ¡Facebook!» como manifestación de apoyo a un miliciano cuyo proyecto de país no podría ser más absurdo, higienista, homofóbico, violento, moralista, infantil, oscurantista, autoritario, atrasado, machirulo, geno y ecocida no me deja en paz. Hace unos años creí en internet como semilla de otro futuro.
¿Era posible prever la devastación?
Entender el proyecto Big Tech como colonial también tiene implicaciones para el universo de luchas por la preservación del medio ambiente y para las discusiones sobre el cambio climático. La industria digital utiliza la nube como símbolo de la inmaterialidad «limpia» de sus productos, una estratagema perversa. Detrás de las corporaciones, existe una inmensa cadena de explotación de los recursos naturales todavía basada en gran parte en la extracción de minerales, energías fósiles y la explotación de mano de obra análoga a la esclavitud. Algunos ejemplos son el litio y el silicio, que orientan las relaciones de exportación entre los estados industrializados y agrarios. Y la producción de computadoras y teléfonos celulares, que también sigue la lógica de tercerización en países donde se puede contar con bajos costos y amplia producción de plusvalor.
Cuando la discusión se expande al campo informacional, y la extracción de datos se entiende como una nueva estrategia colonial, se destacan países masivos como India y Brasil, extremadamente desiguales y aplastados por brutales procesos históricos de colonización — se encuentran entre las tres poblaciones más grandes de Facebook, con 300 y 130 millones de usuarios. La naturaleza de la extracción de datos ve una ventaja en la homogeneización de hábitos. Cuantas más personas quieran y utilicen las mismas aplicaciones, y menos barreras legales y comerciales (la falta de leyes avanzadas de protección de datos, por ejemplo), más engagement, más publicidad, más dinero. Aquí es posible un paralelo con los monocultivos agrícolas. En sus primeros años, internet se parecía más a modelos más sostenibles y humanos como la agricultura familiar y la permacultura. Incluso los bosques, autogestionados en el caos de la biodiversidad. Hoy en día, el patrón es el contrario, similar a lo que ocurrió en las colonias a partir del siglo XVI, aunque la metáfora es necesariamente anacrónica. La extracción en escala de un par de mercancías fue el motor de enriquecimiento de las metrópolis.
Una red distribuida es automáticamente una red democrática. ¿Verdadero o falso? Internet es un protocolo (http). Nodos que se conectan entre sí sin control central. Un nodo no es necesariamente más relevante que otro. Suponemos que la horizontalidad conduciría a más democracia, más libertad, a posibilidades inesperadas. Pero ese no fue el caso.
¿Cómo se convirtió la aparente libertad en control?
La posibilidad de que cada uno se exprese significa que todos tienen voz y la participación política está en su apogeo. ¿Verdadero o falso? Transparencia, rendición de cuentas, ciudadanía activa. Varias iniciativas prosperan en este sentido, como la propia Change.org, pero es un hecho que la narrativa general se ha inclinado hacia el ciberacoso, el discurso de odio, las teorías de la conspiración y los intentos de manipulación. Las voces de Internet no son progresistas masivamente, no parten de los valores de los derechos humanos. Sí que hay más gente involucrada en política, pero ¿qué programas siguen? La red potencializa los procesos de alienación histórica para alimentar motivaciones mezquinas, egoístas, religiosas y dogmáticas.
¿Qué más se puede esperar de la sociedad del espectáculo?
Los términos de uso y las políticas de privacidad son las garantías de comunidades digitales seguras y prósperas. ¿Verdadero o falso? La economía grátis — y sus mil versiones de long tail, DIY, maker, freemium, freebie, wiki, marketplace, pay-what-you-want — pronto salió a la luz. Si algo es gratis, la mercancía es su atención. Nada nuevo desde la industria de la publicidad y la era de la televisión, pero ahora cada detalle de la vida vale un dado. Monetizar el sueño, el ejercicio físico, las relaciones amorosas, el pasear al perro, el sonreír, el beber agua. El tiempo de lectura.
¿Es realmente factible un cooperativismo de plataforma?
Mckenzie Wark sostiene que hay una nueva clase social emergente, transfigurada de la vieja clase dominante capitalista. La «clase vectorial» sería el grupo de personas y empresas que controlan el «vector» de extracción de datos. Ejemplo: Amazon. Jeff Bezos y su junta controlan no sólo industrias, almacenes, logística, sino una plataforma que controla todo el mercado y se manifiesta no solo en un sitio web, sino en docenas de aplicaciones: Alexa, Kindle, Prime Video, Amazon Music, Echo, Fire TV, etc. Cada interacción de un usuario con cualquiera de sus productos y puertas de entrada, en todo el vector, presupone inteligencia de datos detenida por Amazon. De todos los usuarios, incluso de los que no han comprado nada, se extrae plusvalor. Cada clic significa trabajo no remunerado.
¿Qué pasó entre 2010 y 2020?
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